A cuatro meses de la presencia militar norteamericana
frente a las costas de Venezuela, la gente sigue su vida cotidiana sin la
zozobra y sobresaltos que desde las redes sociales y actores de la derecha venezolana
pretenden mostrar, sin por ello negar la angustia que en familiares y amigos
que viven en el exterior generan, irresponsablemente. Aquí no domina el pánico,
pero tampoco la indiferencia.
Postales del Mar Caribe (1). El Capitán Johnny Rodríguez aún no tiene claro si su
destino será acantonar en la Isla de Puerto Rico, o flotando sobre las aguas al
ritmo de las olas del Mar Caribe. Mientras sus superiores lo ilusionan con
repetir la hazaña de la invasión a Panamá y lo inflaman de un extraño coraje con
las aventuras épicas en Medio Oriente, el capitanito
va a invadir a sus congéneres como carne de cañón, para pagar en su condición de migrante
hispano, el derecho de estadía en Estados Unidos.
Postales del Mar Caribe (2). La red ya está en el agua y contra todas las prevenciones
dadas en tierra, venció el presentimiento de una buena pesca. El mar y el cielo
se juntan en el horizonte, postal espléndida apenas malograda por los espectros
de los barcos gringos.
Mientras los pescadores van tras la huella del cardumen, el viento
desparrama los cuentos de lanchas bombardeadas y la incertidumbre toma la forma
de una ola gigante.
La brisa adelanta antes que la imagen sea perceptible, el ruido de un motor
desconocido, de palabras perifoneadas en un inglés rudo y marcial, y contra los
hombres de pieles curtidas por el sol y el salitre, cae la prepotencia yanqui
asaltando la embarcación atunera, y el derecho internacional, navega a la
deriva.
Estampitas canónicas. Hurgan en el
cielo las doñas, los carajitos divertidos buscan formas en las nubes, la
muchedumbre en procesión llena de suspiros y rezos y ayesmidios las callecitas del pueblo de Isnotú, mientras el dios de las redes sociales da las
buenas nuevas de aviones y drones que surcarán Los Caracas. Pero los párpados
de los venezolanos están cerrados en sacrosanta devoción pues ahora Venezuela
tiene flamante santo, y el sombrero de José Gregorio que corona su cabeza en su
ciclópea estatua erigida en distintas plazas del país, desafía los imaginarios
truenos de aviones de combate.
Postales de la dignidad (1). Su madre la arrulló entre sueños de pasarelas y relatos
de reinas coronadas, de pasos de princesas y desplazamientos felinos, de salvas
de aplausos que se mezclan con el disparo de los flashes y la grave voz del
presentador que perifonea las habilidades y atributos de la aspirante a Miss
Venezuela.
Pero ahora la modelo se pone a salvo del mercado de los cuerpos y se
desplaza por una soga cruzando un arroyo alentada por los víctores de sus camaradas, y en la ceremonia de premiación de
las pruebas superadas, la hermosura desaliñada recibe su Kalashnikov.
Postales de la dignidad (2). María pone al fuego las últimas arepas para que
desayunen los pequeños que quedan a
cuidado de su hija mayor; tiene una vida pesada como su humanidad, del casi
mismo volumen que su determinación de que los suyos no crezcan en un país donde
los pitiyankis los rocíen con combustible y los hagan arder por negros y
pobres. Se mofa el presidente del imperio decadente de la humanidad de María,
de sus pasitos cortos venciendo la obesidad y el peso del fusil, se jacta el
muy imbécil y los muchos imbéciles en las redes, porque ven el cuerpo, no el
ojo que apunta.
Postales de la Matria. ¿Y si dios fuese mujer?, se piensa muy para sus
adentros la Charo que no quiere blasfemar en voz alta contra ese dios
patriarcal, dios de la guerra y del mercado, omnipresente en las etiquetas and company, y todopoderoso en los
portaviones marinos que flotan sobre el Caribe. ¿Y si hacen de Petare, Gaza, y
de la patria un enorme agujero humeante, de las montañas quesos, y de la selva
desierto?
Mucho se pregunta la Charo y mucho se responde, y muchas respuestas busca
en otras preguntas con otras mujeres, ésta Jefa de Calle que distribuye los
alimentos con amor de Matria.
Postales del Metro (1). Los domingos el metro pierde su fisonomía de carne
humana enlatada y es posible que viaje entre los pocos laburantes del séptimo
día, un perro callejero. Entre vendedores ambulantes ciegos, carameleros y
pregoneros que compran y venden dólares, predicadores y cantantes, el hombre
alza su voz cual profeta para una tribuna cautiva, que oye sin remedio, que los
misiles no descuartizarán solo chavistas, que aplaudir la invasión militar es
acto aberrante de traición, que malparidos son a los que les corre petróleo por
las venas, y que es más probable que un
camello pase por el ojo de la aguja, que los gringos logren escapar de
Venezuela.
Postales del Hormiguero. Las calles de Caracas hierven en marchas contras las
amenazas imperiales, las plazas se colman de voluntarios alistándose y la
Venezuela toda se inflama de un sano patriotismo, de bulla colorida y
estridente, de gente pacífica empujados al pacifismo, de militares militando y
de militantes militarizados, de banderas y cerrojos de fusil, de originarios y
criollos en bandolera, de soberanía a la sazón e infatigable resistencia.
Postal de lo cotidiano. Se instala con el café breve y la empanada casera otra
nueva mañana en la esquina, la humanidad en alta rotatividad apremiada por el horario
ingiere su desayuno callejero, las empleadas de tienda se maquillan en los
vagones del metro y algunos pasajeros flamean cual banderas en las puertas de
las camionetas atestadas. Un perro mea contra el árbol y un chamo se apoya en
un muro sobre la pinta del Comandante. Los zamuros sobrevuelan el Ávila y los
edificios, una pareja recibe el amanecer saliéndose de adentro de ellos y los
niños reniegan de otro día de colegio.
Una pareja de sifrinos estaciona su 4x4 en el estacionamiento de la meca
del consumo y los escuálidos berrean contra una dictadura que no termina de
ser.
Los buhoneros ofertan a la baja antes que llegue el regateo y las calles se
iluminan de motivos navideños; los parroquianos calman su sed en las tascas, los
campesinos contemplan su cosecha y una lluvia mansa refresca las veredas. Los
yanquis, esperan allá lejos en el mar.
Postal de la madrugada. Caracas dormita la madrugada y en el sopor del sueño la
amenaza aun no es pesadilla; un perro le ladra furioso a un rabipelao que corre por el pretil del
muro y una gata convoca a un concierto de maullidos urgidos; una samaritana del amor taconea su cansino
aburrimiento esperando clientes, un piedrero
hurga en la basura un sueño desvencijado, recoge los despojos de su desidia y
mira con ojos sin brillo el amanecer que nace.
Una patrulla pasa lenta, aletargada, luminosa, atenta, en una Caracas donde
las antiguas sombras despojadoras, siguen robando en el imaginario colectivo;
por las calles sin luz y las avenidas iluminadas, la noche transita mansa,
bostezando, arropa a Petare y llena de soledad las estaciones del Metro.
Una moto rompe el silencio y su sonido desenmascara la mansedumbre; suenan
boleros en las radios y celulares de los serenos, amores que cuelgan en la
percha del recuerdo y abren las llagas de los abandonos.
Miles de parejas en esta noche, se abrazan rendidos en los estertores del
éxtasis, y el reloj avanza inexorable hacia el despertador, que marca un nuevo
día. Los yanquis esperan allá lejos en el mar.
Postal sobre las arrugas. La revolución que hoy pretenden ahogar en hemoglobina,
luce las arrugas del 2017, cuando el bloqueo económico fue tan asesino como la
muerte por bala. Detrás de la Negra
Hipólita se fueron los desamparados que volvieron a quedar huérfanos de
toda orfandad.
La mano tendida de la revolución es desde entonces un muñón en vías de
regeneración.
Postales del Metro (2). El muchacho encapsulado en la ropa raída esparce sobre
el piso del vagón desde una botella que alguna vez tuvo refresco, agua con
detergente aromatizado; el padre mientras cuenta los infortunios familiares se
agacha y pasa un trapo con la mano, limpiando sobre lo limpio, lloviendo sobre
mojado, borrando huellas de pasajeros rumbo a su estación final. El lamento
trapea y el Metro avanza, el trapeo avanza y el Metro vuelve sobre sus vías, el
lamento lamenta, y pareciera que la Revolución, distraída por el asedio, olvidó
su destino.
Postales macondeadas. Los yanquis flotan en el mar y su presencia abre con
ardor de salitre las llagas de las guarimbas que las hienas esperan repetir,
agazapadas, expectantes de la avanzada del quinto de caballería.
Pero aquí, hasta la magia resiste; fue en épocas de guarimbas que Caracas
amaneció cubierta por una extraña y espesa nubosidad mezclada con humareda que
no dejaba ver el cielo, ni a los pilotos de traidores aviones de combate, la
ciudad a bombardear.
Postal sobre la incertidumbre. Resistir es defender las certezas dice Dina; el camino
del socialismo del camino bolivariano no colma sus expectativas, pero es camino.
Si la única certeza es perecer, quizás sea preferible morir de odio
extranjero que de odio connacional.
La ojiva miserable está allí, apuntando latente a la dispersión de
neutrones que hoy tienen cara de niños, de mujeres, de vientres poblados, de
músculos laboriosos, de esperma urgente, de pensamientos profundos.
Dina llora lágrimas que no son de miedo, sino de indignación, de
impotencia, de incertidumbre.
No mastica odio, mastica incomprensión.
Postal sobre la certeza. El aliento de la soldado venezolana exhala patria
atravesando el pasamontañas; el sudor de la miliciana huele a la brisa mañanera
de la montaña; una mano policial acaricia la culata y se transforma en paraguas
de su gente. Un pescador hunde sus pies en la arena, escarba la patria,
engancha en los anzuelos porciones de futuro, y se hace a la mar.