viernes, 23 de septiembre de 2011

Para comprender el origen de algunas malas costumbres norteamericanas

Ingleses en 1882


Eca de Queirós

SIEMPRE UN INGLÉS! Completamente inglés, tal y como salió de Inglaterra, impermeable a las civilizaciones ajenas, atravesando religiones, costumbres, diferentes artes culinarias, sin que se modifique en un solo punto, en un solo pliegue, en una sola norma su prototipo británico. Tiesos, escarpados, cortados a plomo como sus costas, van por ahí queriendo encontrar en todas partes lo que dejaron en Regent Street, y esperando pale ale y roast beaf en el desierto de Petra, vistiendo en lo alto de las montañas levita negra los domingos, en señal de respeto a la Iglesia Protestante, y escandalizados de que los indígenas no hagan lo mismo; recibiendo el Times y el Standard en los confines del mundo, y conformando sus opiniones, no por lo que ven u oyen a su alrededor, sino por el artículo escrito en Londres; marchando siempre hacia delante, pero con el alma vuelta siempre hacia atrás hacia el home; abominando de todo lo que no es inglés, y pensando que los demás pueblos sólo pueden ser felices si adquieren las instituciones, las costumbres, las maneras que a ellos los hacen felices en su isla del norte.

¡Extraña gente, para la que está fuera de toda duda que nadie puede ser moral sin leer la Biblia, fuerte sin jugar al cricket, ni gentleman sin ser inglés!

Esto es lo que provoca que les odie. Nunca se funden, nunca se "desbritanizan". Hay razas fluidas, como la francesa o la alemana, que, sin perder sus caracteres intrínsecos, toman al menos exteriormente la forma de la civilización que en ese momento las contiene. En el interior de África, el francés adora al ídolo sin repugnancia, y en la China usa coleta. El inglés cae sobre las ideas y las maneras de los otros como una masa de granito en el agua; y allí permanece, berroqueño, con su Biblia, sus clubs, sus sports, sus prejuicios, su etiqueta y su egoísmo; convirtiéndose en un incómodo obstáculo para la circulación de la vida ajena.

Por eso, en los países donde vive desde hace siglos, sigue siendo el "extranjero".

Y ellos los vuelve tan funestos como domadores; porque todo su esfuerzo consiste en reducir las civilizaciones ajenas al modelo de su civilización anglosajona. El mal no es grande cuando actúan sobre Zululandia o sobre Cafrería, en aquellas inmensidades de la Tierra Negra, donde el salvaje y su choza apenas se distinguen de las plantas y de las rocas, y son meros accesorios del paisaje; allí se encuentran sólo materia bruta, en la que ninguna forma anterior de original belleza se estropea cuando ellos la refunden para hacerla a su imagen. Vestir al desventurado rey negro Cetewayo de coronel de infantería, como acaban de hacer; obliga a los jefes de los basutos a saberse de memoria los nombres de la familia real inglesa, quizás sean actos de feroz despotismo, pero no alteran ninguna primitiva originalidad de normas o de ideas. Para Catewayo, que andaba desnudo, un uniforme, aunque sea de infantería, lo que hace es vestirlo; y resulta indiferente que dentro del cerebro de los basotho sólo haya fórmulas de invocación al ídolo y, por añadidura, nombres de príncipes de la casa de Hannover.

Pero cuando actúan sobre antiguas civilizaciones como la de la India, donde existen costumbres, literaturas e instituciones, donde una gran raza ha depositado toda la originalidad de su genio, entonces la política anglosajona repite poco más o menos el atentado sacrílego del que desmantelase un templo budista, bello como un sueño de Buda, para darle en su reconstrucción las repulsivas líneas del Stock Exchange de Londres; o del que se acercara al divino mármol de la Venus de Milo, e intentase, a fuerza bruta de martillo y cincel, darle la apariencia, las patillas y la levita de Lord Palmerston. La expansión inglesa por Oriente, su objetivo imperial, sería tolerable, incluso para los nervios de un artista, si se contentara con llevar allá sus tejidos, sus máquinas, sus telégrafos, sus railways, dejando luego que esas razas usasen ese ingente material de civilización para desarrollarlo en el sentido de su genio y de su temperamento. Bien está que doten a la ciudad santa de Hyderabad de gasómetros y de iluminación; pero, por Dios, que no metan a la fuerza lámparas de gas en sus templos, si ello ofende sus ritos y repugna a su gusto. Que la India, por ejemplo, se cubra de ferrocarriles, suministrados por los industriales de Northumberland y pagados por los hindúes, ¡es excelente! Pero al menos que las aldeas por donde pasan, esas aldeas que los mismo ingleses describen como pequeños paraísos de paz, de humilde laboriosidad, de costumbres suaves, de frugalidad, de lozanía, de belleza moral, no se vuelvan tan tristes como las tristes parroquias de Yorkshire, al meter allí al policeman, el depósito de cerveza, la capilla protestante de ladrillo, al librero de Biblias, al vendedor de gin, la humareda de una fábrica, la prostitución y la workhouse…

El autor
EÇA DE QUEIRÓS (1845-1900) es un autor clave de la literatura portuguesa. Retrató con precisión y densidad a la clase burguesa en novelas que atacaban su hipocresía y crueldad, como El crimen del padre Amaro (1875), El primo Basilio (1876), El mandarín (1889) y Los Maia (1888). Fue también un destacado cronista. Una primera serie la redactó en Londres, donde era representante diplomático. Fueron recogidas como Cartas de Inglaterra. A ese libro pertenece el fragmento de esta página.

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